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viernes, 7 de mayo de 2010



ALOCUCIÓN DEL Dr. PASCUAL OHANIAN DURANTE EL ACTO DEL 18 DE ABRIL
FRENTE A LA CATEDRAL ARMENIA CATÓLICA EN RECORDACION DEL GENOCIDIO DE 1915


EL GENOCIDIO DEL ESTADO TURCO CONTRA EL GRUPO NACIONAL
ARMENIO FUE PREMEDITADO EN SALÓNICA, EN 1910, Y SU INTENCIÓN DOLOSA SIGUE AUN ACTIVA
.


El 24 de abril la Humanidad venera la memoria de los armenios que a partir de aquel día comenzaron a ser alevosamente arrestados para después asesinarlos.
Mucho antes de 1915 la idea del genocidio ya estuvo presente en las mentes de los gobernantes de Turquía. En la convención anual del comité político turco Ittihad ve Terakki (Unión y Progreso) de 1910, celebrada en Salónica, se reunieron los más encumbrados dirigentes del gobierno turco para realizar un examen ponderado y siguiendo cierto orden, adoptar las resoluciones indispensables para destruir al grupo nacional armenio. Previa a esa convención tuvo lugar un cónclave ultrasecreto de los principales dirigentes de ese comité, durante el cual el ministro del Interior Talât pashá pronunció un discurso fundamental en el cual trazó las bases de la futura política de homogeneización que el gobierno turco llevaría a cabo contra los armenios por la fuerza de las armas, que fue adoptada como plataforma gubernamental del Estado. Los detalles del contenido de esta exposición están probados: fueron objeto de análisis y verificados por el cónsul de Francia en Salónica, en seis informes que envió al gobierno de París en noviembre de 1910.
Es decir que el Genocidio fue premeditado cuatro años antes de la Primera Guerra Mundial. Respondió a un plan coordinado de diferentes acciones que apuntaron hacia la destrucción del grupo nacional armenio. Aquel plan contó con la participación personal y directa del Dr. Behaeddin Shakir, quien fue designado director de las Formaciones Especiales integradas, en
principio, por delincuentes condenados y liberados de la cárcel de Trebizonda, y después también de otras prisiones. El gobierno turco programó en forma determinante los modos, instrumentos y procedimientos de los que se valdría para conseguir su aterradora finalidad, previó la labor que debían cumplir los funcionarios y agentes turcos. Y los argumentos necesarios que esgrimiría posteriormente para justificar su execrable crimen.
Esa fue la etapa previa a la acción de destruir, la primera parte constitutiva del delito, es decir, la intención dolosa de matar deliberada y sistemáticamente. Fue la preparación del acto delictivo maquinándolo largamente antes de efectuarlo. Fue la trama que después ejecutó con frialdad; fue la fijación del modo en que el gobierno masacraría a más de 2.000.000 de inocentes.
Lo hizo con alevosía, porque el pueblo armenio no imaginaba la violencia monstruosa que lo acechaba. Y por lo tanto los armenios no pudieron prepararse para una autodefensa. Del método delictivo de este crimen de lesa humanidad aprendieron los genocidas que siguieron en la Historia. En proporción a la población de armenios de aquel entonces, el Genocidio turco
es el peor de la historia moderna, como consecuencia del cual fue asesinada la mitad de su población y usurpadas nueve décimas de su territorio.
El Estado turco es hoy responsable de la tortura, desaparición forzada y asesinatos de prelados, misioneros y religiosos no solamente de la Iglesia Católica Armenia sino también de la Iglesia Católica Romana, como lo testimonian documentos de Monseñor Dolci, Delegado Apostólico de la Santa Sede en el imperio otomano. Entre 1915 y 1917, después de someterlos a tormentos, los turcos asesinaron a 9 obispos y arciprestes; diez abades de conventos; cien sacerdotes; cincuenta y cuatro hermanas religiosas, en su mayoría muertas a hachazos. Los turcos también asesinaron a miles de clérigos de la Iglesia Apostólica Armenia y a centenares de profesores y Pastores de la Iglesia Evangélica Armenia.
Hoy el gobierno turco se escuda detrás de una simple negación del Genocidio, creyendo que tapándose los ojos desaparecerá la realidad; al comprobar que la verdad es más fuerte que su mentira, recurre, desesperado, a la extorsión y a la amenaza contra los inocentes armenios que aun viven en Turquía. El gobierno turco comprueba azorado que no son solamente los armenios quienes conservan viva la memoria de lo acontecido, sino que todos los pueblo del mundo van poniéndose sucesivamente de pie para reclamar justicia; y estamos esperando que lo reconozca el gobierno de Israel, cuyo pueblo, 25 años después, fue también víctima de un genocidio y hoy está en contra de la posición negacionista de su propio gobierno israelí. Nuestro gobierno argentino, nuestro leal y digno de confianza gobierno argentino reconoció el genocidio turco por ley nacional y los argentinos descendientes de armenios jamás olvidaremos su gesto de solidaridad.
Amigos, entre ser armenio y ser argentino no hay otra diferencia más que las respectivas historias étnicas. Aquí nacimos, aquí crecemos, trabajamos, estudiamos; aquí compartimos las dificultades materiales de la vida diaria y las preocupaciones de nuestros gobernantes. Veneramos la tierra de nuestros padres pero somos indisolublemente de esta tierra argentina.
Como cristianos, alentemos la llama de la esperanza. Nuestra historia continúa su curso. A menos que la mano siniestra consiga cerrarse una vez más en torno del cuello del pueblo armenio –que Dios no lo permita-, pueden avecinarse acontecimientos que significarían un vuelco en beneficio de nuestras ansias. Aunque nuestros ancestros de hace tan sólo un siglo han muerto, sus anhelos siguen vivos reencarnados en nosotros, y quizás no esté lejos el día en que se conviertan en realidades.
Que así sea.

PENTECOSTES
Jesucristo envía el Espíritu Santo, abogado y defensor, santificador de las almas. En verdad, el Espíritu Santo nos precede y despierta en nosotros la fe, de tal modo que sólo quien posee el Espíritu Santo puede proclamar que Cristo es Señor. El Espíritu
Santo -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva: "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo". Él nos lleva al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres. Él despierta en nosotros la nostalgia de Dios, nos da aquella suavidad que es necesaria para creer y para abandonarse
incondicionalmente en la Voluntad de Dios.
No obstante, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.
Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, "que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" como proclama el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Aquél
que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4,6) es realmente Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica expone sucintamente la acción conjunta de Cristo y el Espíritu Santo: “Jesús es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud.
Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él”. (Catecismo de la Iglesia Católica n.690).
La misión del Espíritu Santo. Hemos recordado que, una vez que el Señor envía su Espíritu sobre los hijos de adopción, sobre todos los hombres redimidos, su acción será: unirlos a Cristo y hacerlos vivir en Él. Es necesario analizar brevemente estos dos puntos:
a) Unirnos a Cristo. El Espíritu Santo nos une a Cristo. Nos ayuda a ver a Cristo Señor en su divinidad y en su humanidad, a sentirlo como compañero “incomparable” de nuestras
vidas. La amistad con el Espíritu Santo es la que nos ofrece ese conocimiento íntimo y experiencial de Cristo.
Por eso, nunca debemos de cansarnos de promover en nosotros y en las almas, esa amistad sencilla, espontánea, generosa con el Espíritu Santo. Por el bautismo, Él habita en nosotros, somos templos suyos, Él nos conduce a la verdad completa, Él nos revela el corazón de Cristo. Así, quien tiene devoción al Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, llega a un más profundo y mejor conocimiento de Cristo y su obra redentora, y del Padre y su amor infinito.
b) El Espíritu Santo nos hace vivir en Cristo. En realidad los diálogos íntimos que sostiene el alma con el Espíritu Santo la van conduciendo a una concepción de la vida, de los hombres, del mundo. El Espíritu Santo va “cristificando” a cada uno, lo lleva a la verdad completa.
La amistad con el Espíritu Santo, como expresa adecuadamente el P. Marcial Maciel, “es una amistad que exige una constante atención, un saber escuchar y un actuar fielmente, cueste lo que cueste, según le agrade al dulce «Huésped del alma». En los coloquios y diálogos que de día y de noche se sostienen con Él es donde se va aprendiendo el verdadero sentido del tiempo y la eternidad, de la fidelidad en el amor, de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos ocurre en el trato con las criaturas. Él nos enseña a amar, nos enseña a perdonar, nos enseña a olvidar las injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas”. Todo esto es vivir en Cristo y, sobre todo, nos ayuda a comprender nuestra parte en la obra de la salvación. Nos convierte en apóstoles aguerridos, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, de las almas. Si somos sacerdotes, nos da un santo celo para gastarnos y desgastarnos por los fieles; si somos religiosos nos ayuda a comprender más a fondo las exigencias de la “sequela Christi”; si somos padres nos ayuda a perseverar en la misión de educar en la fe, en la moral y en todo aquello que es propiamente humano a nuestros hijos. En fin, el Espíritu Santo nos ayuda a comprender nuestra misión en la vida como miembros del Cuerpo de Cristo. Nos ayuda a vivir “en Cristo”.

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