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viernes, 7 de mayo de 2010


PENTECOSTES
Jesucristo envía el Espíritu Santo, abogado y defensor, santificador de las almas. En verdad, el Espíritu Santo nos precede y despierta en nosotros la fe, de tal modo que sólo quien posee el Espíritu Santo puede proclamar que Cristo es Señor. El Espíritu
Santo -dice el Catecismo de la Iglesia Católica- con su gracia es el "primero" que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva: "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo". Él nos lleva al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres. Él despierta en nosotros la nostalgia de Dios, nos da aquella suavidad que es necesaria para creer y para abandonarse
incondicionalmente en la Voluntad de Dios.
No obstante, es el "último" en la revelación de las personas de la Santísima Trinidad.
Creer en el Espíritu Santo es profesar que es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, "que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria" como proclama el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Aquél
que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga 4,6) es realmente Dios.
El Catecismo de la Iglesia católica expone sucintamente la acción conjunta de Cristo y el Espíritu Santo: “Jesús es Cristo, "ungido", porque el Espíritu es su Unción y todo lo que sucede a partir de la Encarnación mana de esta plenitud.
Cuando por fin Cristo es glorificado, puede a su vez, de junto al Padre, enviar el Espíritu a los que creen en él: Él les comunica su Gloria, es decir, el Espíritu Santo que lo glorifica. La misión conjunta se desplegará desde entonces en los hijos adoptados por el Padre en el Cuerpo de su Hijo: la misión del Espíritu de adopción será unirlos a Cristo y hacerles vivir en Él”. (Catecismo de la Iglesia Católica n.690).
La misión del Espíritu Santo. Hemos recordado que, una vez que el Señor envía su Espíritu sobre los hijos de adopción, sobre todos los hombres redimidos, su acción será: unirlos a Cristo y hacerlos vivir en Él. Es necesario analizar brevemente estos dos puntos:
a) Unirnos a Cristo. El Espíritu Santo nos une a Cristo. Nos ayuda a ver a Cristo Señor en su divinidad y en su humanidad, a sentirlo como compañero “incomparable” de nuestras
vidas. La amistad con el Espíritu Santo es la que nos ofrece ese conocimiento íntimo y experiencial de Cristo.
Por eso, nunca debemos de cansarnos de promover en nosotros y en las almas, esa amistad sencilla, espontánea, generosa con el Espíritu Santo. Por el bautismo, Él habita en nosotros, somos templos suyos, Él nos conduce a la verdad completa, Él nos revela el corazón de Cristo. Así, quien tiene devoción al Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, llega a un más profundo y mejor conocimiento de Cristo y su obra redentora, y del Padre y su amor infinito.
b) El Espíritu Santo nos hace vivir en Cristo. En realidad los diálogos íntimos que sostiene el alma con el Espíritu Santo la van conduciendo a una concepción de la vida, de los hombres, del mundo. El Espíritu Santo va “cristificando” a cada uno, lo lleva a la verdad completa.
La amistad con el Espíritu Santo, como expresa adecuadamente el P. Marcial Maciel, “es una amistad que exige una constante atención, un saber escuchar y un actuar fielmente, cueste lo que cueste, según le agrade al dulce «Huésped del alma». En los coloquios y diálogos que de día y de noche se sostienen con Él es donde se va aprendiendo el verdadero sentido del tiempo y la eternidad, de la fidelidad en el amor, de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos ocurre en el trato con las criaturas. Él nos enseña a amar, nos enseña a perdonar, nos enseña a olvidar las injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas”. Todo esto es vivir en Cristo y, sobre todo, nos ayuda a comprender nuestra parte en la obra de la salvación. Nos convierte en apóstoles aguerridos, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, de las almas. Si somos sacerdotes, nos da un santo celo para gastarnos y desgastarnos por los fieles; si somos religiosos nos ayuda a comprender más a fondo las exigencias de la “sequela Christi”; si somos padres nos ayuda a perseverar en la misión de educar en la fe, en la moral y en todo aquello que es propiamente humano a nuestros hijos. En fin, el Espíritu Santo nos ayuda a comprender nuestra misión en la vida como miembros del Cuerpo de Cristo. Nos ayuda a vivir “en Cristo”.

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